martes, 6 de agosto de 2013

El sostén de la familia



El sonido de las suelas de los zapatos al golpear con el parqué – ¿marrón o crema?, ya no lo recordaba- lo despertó. Abrió lentamente los ojos solo para encontrarse con la indistinta oscuridad que lo rodeaba. Rápidamente estiró el cuello, los brazos y las manos lo más que pudo. Sintió en cada palma de la mano y planta del pie el frío de las hoscas paredes; no le importo y siguió estirándose un rato más. El pitido de la tetera cortó el matutino estiramiento y le informo que su bella esposa ya debería estar preparando el desayuno. Las paredes sin ventanas no fueron impedimento para que un dulce olor a miel reemplazara, por un momento, el enrarecido aire que lo envolvía. Imagino los suculentos manjares que las hábiles manos de su esposa prepararían en ese momento:  la figura circular y chata de los endebles “pancakes” los cuales, al contacto con la lengua y saliva del comensal, se licuaban formado una masa de delicioso sabor agridulce  brindado por aquella ambarina crema de receta casera con la que su esposa los acaramelaba. No importaba cuantos años pasarán ese sabor era inolvidable… Pero, pronto, el olor dulzón desapareció y la humedad y el moho empezaron a heder el ambiente. El traqueteo de la escalera le informó que sus dos hijos habían despertado y bajaban a toda velocidad hacia el comedor, donde su esposa ya debería haber distribuido los platos –ese juego de porcelana blanca o, quizá, celeste que les habían regalado en su boda-  en la mesa central. Un descolorido murmullo empezó a bajar, en lo que pudo suponer era una rutinaria conversación familiar. Pero, extrañamente, la intensidad de los murmullos fue aumentando hasta convertirse en un griterío infernal del cual solo pudo rescatar algunas palabras, tales como “falta”, “padre”, “soledad”. Un portazo significó el fin del griterío y el silencio prontamente se hizo dueño de la casa. La casa quedó muda hasta que el sonido de dos pies que se arrastraban a pocos metros de su cabeza rompió con este. Alargando el cuello, en un intento estéril de escuchar con más claridad, pudo percibir un débil gimoteo femenino que solo fue predecesor de un doliente llanto lleno de desconsuelos y lamentos; y entre los quejidos distinguías las mismas palabras de antes más la de “esposo”. Por primera vez sintió la necesidad de separarse de aquella granítica columna que soportaba con el peso de su espalda: intentó moverse pero todo el edificio tembló. Asustado se detuvo y, lleno de impotencia, lloró mientras condenaba el no ser algo más que la base del hogar, algo más que el sostén de la familia.

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