El sonido de las
suelas de los zapatos al golpear con el parqué – ¿marrón o crema?, ya no lo
recordaba- lo despertó. Abrió lentamente los ojos solo para encontrarse con la
indistinta oscuridad que lo rodeaba. Rápidamente estiró el cuello, los brazos y
las manos lo más que pudo. Sintió en cada palma de la mano y planta del pie el
frío de las hoscas paredes; no le importo y siguió estirándose un rato más. El
pitido de la tetera cortó el matutino estiramiento y le informo que su bella
esposa ya debería estar preparando el desayuno. Las paredes sin ventanas no
fueron impedimento para que un dulce olor a miel reemplazara, por un momento,
el enrarecido aire que lo envolvía. Imagino los suculentos manjares que las
hábiles manos de su esposa prepararían en ese momento: la figura circular y chata de los endebles
“pancakes” los cuales, al contacto con la lengua y saliva del comensal, se licuaban
formado una masa de delicioso sabor agridulce
brindado por aquella ambarina crema de receta casera con la que su
esposa los acaramelaba. No importaba cuantos años pasarán ese sabor era
inolvidable… Pero, pronto, el olor dulzón desapareció y la humedad y el moho
empezaron a heder el ambiente. El traqueteo de la escalera le informó que sus
dos hijos habían despertado y bajaban a toda velocidad hacia el comedor, donde
su esposa ya debería haber distribuido los platos –ese juego de porcelana
blanca o, quizá, celeste que les habían regalado en su boda- en la mesa central. Un descolorido murmullo
empezó a bajar, en lo que pudo suponer era una rutinaria conversación familiar.
Pero, extrañamente, la intensidad de los murmullos fue aumentando hasta
convertirse en un griterío infernal del cual solo pudo rescatar algunas
palabras, tales como “falta”, “padre”, “soledad”. Un portazo significó el fin
del griterío y el silencio prontamente se hizo dueño de la casa. La casa quedó
muda hasta que el sonido de dos pies que se arrastraban a pocos metros de su
cabeza rompió con este. Alargando el cuello, en un intento estéril de escuchar
con más claridad, pudo percibir un débil gimoteo femenino que solo fue
predecesor de un doliente llanto lleno de desconsuelos y lamentos; y entre los
quejidos distinguías las mismas palabras de antes más la de “esposo”. Por
primera vez sintió la necesidad de separarse de aquella granítica columna que
soportaba con el peso de su espalda: intentó moverse pero todo el edificio
tembló. Asustado se detuvo y, lleno de impotencia, lloró mientras condenaba el
no ser algo más que la base del hogar, algo más que el sostén de la familia.
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