Caminabas
lentamente apreciando con cierta envidia las grandes y suntuosas casas que
rodeaban la calle. Era una noche cálida y despejada –la luna brillaba con gran
intensidad- por lo que vestías de forma ligera: con un pantalón de jean y un
polo. Ambos bastante viejos. Y ni qué decir de tus zapatillas; también eran muy
viejas y, además, estaban cubiertas de tierra que no generarían mayor interés
en tu barrio, pero que en aquel miraflorino lugar no harían más que generar
miradas de lástima y burla. Lamentaste profundamente haber aceptado la
invitación de Fermín.
Fermín
era el único amigo que tenías en Lima. Iba a tu mismo colegio -el “Saint
Thomas”, colegio religioso al cual asistías con mucha molestia-, pero él te llevaba
dos grados. Lo habías conocido una mañana cuando en medio del ensordecedor
barullo de un recreo, se te acercó para pedirte ayuda. «Tú eres Bruno,
¿cierto?» «Sí…», respondiste con cierta timidez. «Hola…Yo soy Fermín» Te tendió
una mano que no tardaste en apretar. «Hola» «Mira…he escuchado que tú eres muy
bueno en la literatura y que te gusta leer y todo eso…» Te comenzó a contar que
estaba a punto de jalar el curso de Literatura, que el profesor era un “indio
de mierda” que no había querido aceptar sus sobornos y que, ahora, le había
dicho que necesitaba presentarle un ensayo sobre un libro de poemas trujillanos
“que en mi chucha vida he escuchado”; te dio el nombre del libro y tú lo
reconociste rápidamente. Le aseguraste que lo habías leído y él te rogó: “ por
fa’ hazme el ensayo, Brunito, te pagaré veinte soles y te daré cincuenta si
apruebo. No seas malito. ¿Qué dices?”. Accediste a hacerle el ensayo más por tu
predisposición a todo lo que tenga que ver con leer y escribir que ante la
recompensa monetaria que recibirías. En tres días le entregaste el ensayo a
Fermín y este te alcanzó los veinte soles que no tardaste en rechazar; él se
sorprendió, pero no insistió más. Pensaste que no volverías a hablar con él,
pero pasada una semana de la entrega del ensayo se acercó a ti y te comentó:
“me puso veinte, huevón. El calzonudo hasta me felicitó frente a todos.
Felizmente, no me preguntó nada sobre el ensayo que ni lo había leído, ¡je!”
Reíste con él y, luego, te ofreció invitarte una gaseosa y una empanada en la
cafetería de la escuela. De los cincuenta soles ni rastro, pero tampoco te
molestó: los hubieras rechazado igual. Transcurrieron dos años desde el pedido
que Fermín te hizo y entre salidas, primeras borracheras, primeros amores,
pichangas entre tu salón y el de él; su amistad se fue afianzando hasta
volverlos, en poco tiempo, muy buenos amigos. Tú considerabas a Fermín como tu
mejor amigo y Fermín te veía como un hermano menor. Es así que, para celebrar
la pronta graduación de su promoción, fuiste invitado a una reunión en casa de uno de los
compañeros de Fermín.
Dejaste
los recuerdos a un lado porque, sin darte cuenta, ya estabas frente a la casa
donde se realizaría la reunión. Una gran puerta de madera te daba la bienvenida.
Era una hermosa casa de dos pisos, de paredes verdes con ventanas que le daban
un marcado aspecto colonial a todo el lugar. Meditaste sobre tu última
oportunidad de dar media vuelta y no aparecer: no tenías mucha confianza con
los amigos de Fermín, apenabas cruzabas palabras con ellos y generalmente eran
bromas hacia tú persona que no entendías muy bien. Sin embargo, Fermín te había
pedido que fueras, te había dicho que era un momento importante para él y que le
gustaría compartirlo contigo. Esas palabras te conmovieron y, obligado, no
pudiste más que aceptar. Tus nudillos tocaron la dura puerta y el fuerte sonido
retumbó en tus oídos, esperaste sabiendo que ya no podías escapar. Un mayordomo
con rasgos indios abrió la puerta y te miró tristemente. Vestía un terno,
maltratado por el tiempo, que le daba la apariencia de un viejo trabajador
funerario. Sentiste un escalofrío recorrer tu espalda y tardaste un momento en
reunir suficiente valor para elaborar alguna palabra que no pronunciaste, ya
que fuiste llamado desde dentro de la casa. « ¡Rendón! Déjalo pasar… ¡Entra,
Bruno!» dijo la familiar voz. El mayordomo se hizo a un lado y tú pasaste al
lado suyo notando el olor a sudor que expelía su cuerpo. Caminaste en busca de
la voz, a través de la decoración lujosa y mediterránea de la casa y,
finalmente, llegaste a la sala. Esta era un amplio cuarto circular con el piso
de parqué y las paredes cremas adornadas por diferentes retratos de hombres
imponentes con atuendos españoles. En el fondo había un sillón y encima de este
un espejo muy grande que daba la impresión de que la sala era mucho más grande
de lo que en realidad era. En el centro había otro juego de sillones, donde
encontraste a Fermín con sus tres amigos
– Matías, el dueño de la casa; Samuel, el don Juan del colegio y Juan Carlos,
un portentoso negro que era delantero de la selección de fútbol del colegio-
sentados alrededor de una mesa repleta de varias botellas de alcohol por acabar
y ceniceros por reventar. Los estuviste mirando por unos segundos hasta que
Fermín notó tu presencia. Se levantó, tambaleándose, llegó hacia ti, sonrió
estúpidamente y, abrazándote del cuello, te acercó al grupo. Pudiste notar que
todos apestaban a alcohol y a tabaco.
Pasaste
dos horas sentado entre ellos y notaste que la reunión estaba yendo muy bien; habías
podido mezclarte entre los amigos de Fermín y ahora, hasta, compartías sus
bromas. «A sí que tú eres la novia de Fermín», te dijo el borracho moreno. No
respondiste. «Sí, es su nueva novia. Fermín, ahora, juega para ambos equipos»,
bromeó otro de los amigos de Fermín. «Ya dejen de joderlo», te defendió Fermín.
«No es por molestarlo, Fermín. No sabía que eras tan… celoso», todos los
borrachos rieron y empezaste a sentirte incómodo. «Deja de joder, negro de
mierda» «Tranquilo, tranquilo, Fermín. ¡Bah¡ Al fin y al cabo, no eres el único
que tiene una novia…¿o sí, Matías?» Notaste como Matías, inmediatamente, sonrió
al oír su nombre y añadió «No sé de lo que hablas, Juan Carlos, no te entiendo»
«No te hagas el huevón que he visto a esa cholita que limpiaba la mesa al
llegar». Todos los ojos volvieron hacia Matías, quien fumaba un cigarro sin
darle importancia al asunto. «¿Matías?» «No sé de qué habla el negro, Fermín.
Está borracho y, además, ya pasaron las doce hace mucho» «No me vengas a con huevadas
a mí. Yo la vi, inclinada, limpiando esta misma mesa. ¡Mierda¡ ¡Qué piernas
tenía! ¡Cómo buena chola, carajo¡» «¿Tan rica, negro?» «Riquísima, Samuel,
riquísima» «Es menor que nosotros; solo tiene unos catorce años» Matías empezó
a ponerse nervioso; zapateaba el piso con ambos pies produciendo un ritmo que
te recordaba a una canción de moda. «Si tiene el cuerpo para arrechar así al
negro: quiero conocerla» «Opino igual que Fermín» «Iré a ver qué puedo hacer…»
Matías se puso en camino hacia los cuartos de servicio; lo seguiste con la
mirada hasta que su figura se perdió entre las tinieblas. Empezaste a desear no
estar ahí y más, aún, cuando el borracho moreno empezó a describir lo que le
haría a esa “urpisita”: escuchabas sus fantasías con un asco silencioso. Tuviste
que soportar las pornográficas ilusiones del moreno hasta que, poco después,
Matías llegó con la cholita de su mano. Llevaba los ojos entrecerrados,
molestada por la luz, y el pelo suelto y enmarañado. Pudiste apreciar que el
pijama que vestía estaba compuesto por un polo que le quedaba grande y un
pantalón suelto que, sin embargo, dejaba notar las duras piernas de las que el
negro tanto había hablado y a las 1as que había alabado. «Se llama Sandrita.
Sandrita, estos son Samuel, Fermín, Bruno y el Negro» «Juan Carlos, imbécil» «Juan
Carlos, no hables así delante de una dama» «No te quieras dar de galán, Samuel»
«Silencio todos y démosle un espacio a Sandrita» Sandra se sentó frente a
Matías y a la izquierda del Negro y a derecha tuya; notaste el distinguido olor
de Sandra que te recordó las altas tierras serranas de tu infancia. La reunión continuó sin mayores problemas; Sandra apenas
respondía lo que se le preguntaba. Estaba más incómoda que tú « ¿Por qué eres tan callada, Sandra?» «No tengo
nada pa’ decirle pues, taita» Percibiste en los ojos de tus compañeros como el
interés por Sandra empezaba a menguar cuando Carlos tuvo la –maldita- idea de
darle de beber de su vaso. «Un poco, nomás» Escuchaste como le dijo para
convencerla. A Sandra pareció gustarle y empezó a pedirle más. «Deja de darle,
negro de mierda» «No se le niega nada a una dama y menos a una tan linda como
esta» «Qué cosas dices, taitita» «La estás emborrachando. Su madre está arriba»
« ¿Acaso estás celoso, Matías?» «No jodas, Samuel. Mi madre le tiene cariño a
esta» «No pasará nada. Tranquilízate un poco, Matías: todos aquí somos unos
caballeros» Todos asintieron con la cabeza. «Está bien. Confiaré, Fermín» «Sírvanme
otro vaso pues, papitos» Tú habías dejado de beber desde que Sandra se había
unido a la reunión y ahora eras un simple espectador. Algo en la mirada del
negro y el persistente deseo de alcohol por parte de Sandra te hacía presagiar
que algo malo ocurriría. Una hora después de haber bebido el primer vaso de
alcohol, Sandra estaba completamente borracha. Bailaba con el negro al ritmo de
una música imaginaria y sentiste envidia –que pronto reprimiste- cuando la
chimpancesca mano del Negro comenzó a acariciar las piernas de Sandra. «Deja de
hacer eso, Negro» «Ese Negro está loco, concha su madre ¡Jaja!» «Taitita, solo
quiero bailar…saque, saque» «Deja tocarte, chola de mierda, a mí nadie me deja
así» «Saque, por favor» «Otro vaso para que de una vez se deje» Samuel,
borracho y excitado, se puso de pie apoyándose en tu hombro y le entregó el
vaso al negro para que, juntos, obligaran a beber a Sandrita quien poco a poco
iba perdiendo la conciencia. «Ayúdame acá, Samuel, quítale el pantalón» «Tiene
unas piernas hermosas» «Y un gran trasero, también, Fermín» «Taítita…» «Calla,
chola, que ahora conocerás porque los negros somos bravos» «Espera, negro,
espera» « ¿Qué quieres, Fermín?» «No creerás que vas a ser el único en gozar de
la chola ¿no?» «Tengo frío…Mi pantalón…Qué vergunza» «Sí, negro, aún no te
quites el pantalón» «¡Ah! ¡No jodan! Ahora que les preparé el pastel quieren
comérselo ustedes. ¡No jodan!» «La chola es mía, Juan Carlos» «¿Ahora que la
ves sin pantalón te arrechas, gringo maricón? No era que no querías ni traerla.
¡No jodas!» «Déjate de mierdas, Negro, que ahora te boto de mi casa» «Yo me
largaré pero luego de comerme a esta cholita» «Dejen de pelear y busquemos una
solución a esto» «Deberíamos echarlo a la suerte» «Estoy con Samuel. Echémoslo
a la suerte. ¿Matías?» «Igual que tú, Fermín, a la suerte» « ¡Cómo joden,
carajo!» Samuel dejó a Sandra tirada en un sillón –muy cerca de ti por lo que
pudiste embriagarte con su olor- mientras los borrachos se jugaban su sexo.
Estaba media dormida cuando decidieron que tirarían un dado; el número mayor
sería el primero y así hasta que todos tengan un turno. El primero en lanzar
fue Matías. «Dos» «Te comerás el pastel cuando todos le hayamos pasado la
lengua, gringo maricón. ¡Jajaja¡», oíste burlarse al Negro. «Te toca, Samuel»
«A ver mi suerte…cuatro» «Lanzas tú o yo, negro» «Las damas primero, Fermín…» «…
Cinco. ¡Jódete, negro!» «Trae acá el dado y mira este seis, Fermín hijo de
puta…» « ¡Jajaja!» « ¡Jajaja!» « ¡Jajaja! Ahora quién se comerá el pastel al
último» «Cómo mierda vas a sacar uno, gato negro idiota» No pudiste evitar
esbozar una sonrisa ante la desgracia del Negro. « ¡La concha de sus madres! La
grandísima concha de sus madres» «Bueno…jajaja…Samuel, por favor, da inicio»
«Gracias, Matías… Con su permiso, caballeros» «No tan rápido» «Ahora qué pasa,
Fermin» «Le falta lanzar los dados a Bruno» Todos miraron sorprendidos a
Fermín: ninguno pareció recordar de quién era ese nombre. Solo después sus
miradas recayeron sobre ti, la silenciosa figura que había estado sentado entre
ellos. Recordaron que estabas ahí. «Bueno, pásale el dado» Recibiste el dado de
manos del Negro quien aún seguía maldiciendo su suerte. No querías jugar, no
querías estar ahí pero la presión del grupo te obligó a lanzar el dado mientras
rogabas que existiera un séptimo lado sin número alguno. Todos quedaron
atónitos por unos momentos hasta que el negro rompió el silencio. «Hasta el
urpi se la va a comer antes, no me jodan» «…» «No solo antes…primero» El dado
marcaba el número 6; número demoníaco que nunca había causado tanto sufrimiento
silencioso como el que te hacía a ti. «A por ella, Bruno» Te obligaron a
levantarte y te acercaste a Sandra que ya dormía con la profundidad que solo el
abuso del alcohol produce. Notaste sus hermosas piernas cobrizas abiertas que
mostraban el viejo calzón blanco con el que cubría lo único que, hasta ese momento,
no le habían quitado sus patrones. Acariciaste las piernas de Sandra y notaste
la piel dura; seguramente, curtida a consecuencia del frio que había tenido que
sufrir de pequeña en las punas que ambos conocían. Te odiaste al notar una
tímida erección. «Apura, urpi de mierda, no es tu novia: solo tíratela» «Fermín, creo que tu amigo necesita ayuda» «A
ver…» Fermín se puso de pie y alcanzó tu costado. No dejaste de acariciar las
piernas de Sandra. «¿Eres virgen», te preguntó «Sí…» «La puta madre… ¡apúralo!»
«Negro, acostúmbrate a esperar que lo harás toda la noche» «…» «No te
preocupes, Bruno, es muy fácil. Ven, déjame ayudarte» Fermín se acercó a Sandra
y, levantándole la cadera, le quitó el calzón. Inmediatamente, un surco rosado
cubierto por una escueta maraña de vellos negros se mostró ante tus ojos.
«Bueno, desde aquí estás solo. Nadie te está viendo. Tranquilo» Notaste como
Fermín se retiraba y el marítimo olor procedente del interior de Sandra comenzó
a excitarte empezando a despertar en ti el deseo que alguna vez embriagó a tus
ascendientes españoles cuando, en las ignoradas alturas, tumbaban a las mujeres
y, sobre la tierra donde caían, chorreaban sobre ellas todo su ser durante una
hora; luego, las abandonaban y se alejaban a caballo sin remordimiento y sin
pesar. Te excitaste aún más, sentiste el sexo caliente y empezaste a
desabrocharte el cinturón. Detrás del mueble en el que habían dejado a Sandra,
estaba el espejo. Levantaste la vista y te viste reflejado con el pantalón medio caído y la mano derecha
estimulándote el pedazo de carne que te colgaba; a tu izquierda, veías a Fermín
y sus amigos hablar y beber sin otra finalidad más que la de hacer la espera por
su turno menos larga. Volviste a mirar a Sandra, estaba tranquilamente dormida,
probablemente, soñando con algún paisaje serrano sin siquiera sospechar lo que
estabas a punto de hacerle. Te miraste, nuevamente, en el espejo y le sonreíste
lujuriosamente a tu reflejo. Estabas listo. Pero, de repente, notaste una
sombra a la derecha del espejo. Rápidamente volteaste la cabeza y te
encontraste con la mirada de una mujer escondida en la oscuridad del pasadizo
que llevaba a los cuartos de servicio y por donde Matías había aparecido con Sandra
horas antes. La mirada de la mujer era lamentable, nadie en la sala –ni
siquiera tú mismo- la había notado; ella miraba en silencio aceptando tristemente
el horror que iba a presenciar. Volviste a mirar a Sandra y, luego, a la mujer
varias veces antes de confirmar lo que venías sospechando desde que la viste
ahí parada. Esa mujer era la madre de Sandra. Sentiste un profundo asco por ti
mismo. Levantaste la vista al espejo y viste el reflejo de un patético hombre
que se manoseaba el sexo con pasión. Nunca habías odiado tanto a nadie como te
odiaste a ti en ese momento; empezaste a sentir nauseas y unas irreprimibles
ganas de llorar. Querías matar al hombre del espejo pensando que así
destruirías también al demonio que se reflejaba en él. Te contuviste y cuando
te tranquilizaste te levantaste el pantalón. «¿Qué? ¿Tan rápido?» «Ni un
gemidito» «Aflojó el maricón» «¿Pasa algo, Bruno?». No respondiste a ninguno y,
sin despedirte, te dirigiste hacia la calle no sin antes notar como la mirada
de la madre de Sandra te seguía; una mirada triste en la cual no se reflejaba
ni el más mínimo indicio de gratitud. Dejaste un camino de lágrimas que a la
mañana siguiente recorrerían Fermín y sus amigos con el orgullo de haber hecho
algo repugnante, pero con el amparo que les brindaba su condición social. Antes
de traspasar el umbral de la puerta y dejar tras de ti todo lo referente a esa
noche, pudiste escuchar un gemido apagado y unas risas que te obligaron a
vomitar en el pórtico de la casa de Matías. El fuerte olor de tu culpa penetró
en tus narices.
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